Viviana Rosenzwit, Directora de Viví Libros, planteó la consigna:
Cuántas veces al salir de su sesión usted pensó: “¡Esto que me pasó se lo tengo que contar a alguien!”. Acá está la oportunidad... Les propusimos que nos cuenten alguna situación, anécdota, fábula o minificción de diván. Podía ser desde el lado del analista, del paciente, del vecino que cruzaron en el ascensor, del perro, desde donde gusten...
El objetivo fue que escriban un breve relato que podía ser firmado a nombre propio o con seudónimo y luego, lo compartiríamos entre todos.
La amplia repercusión produjo una grata sorpresa, se presentaron más de cincuenta microrrelatos desde distintas partes del mundo. Es un placer darnos este recreo para escribir, leer y divertirnos juntos descubriendo el estilo de cada uno.
A continuación, compartimos algunos de los Microrrelatos de diván.
Suelo ir desde hace años a la misma depiladora. Allí me depilo todo lo que las mujeres habitualmente nos depilamos (pierna, entrepierna, y demás etcéteras). Al ritmo de la depilación se establece siempre una charla cordial y amena (tal vez para disimular el dolor que causa el tirón de la cera sobre la piel!! respire profundo... ayyyy!!!). El tema fue que en una de esas charlas, una de las chicas que me solía depilar, enterada de mi profesión, me pidió si podía realizar una consulta. Eso me produjo un grave intríngulis, ¿cómo mirar seriamente a alguien que me conocía tan íntimamente? Por supuesto que la derivé ante las carcajadas de la colega que escuchó los motivos por los cuales había decidido no atenderla… Y sigue siendo tal mi vergüenza que firmo con seudónimo este relato!!!
Analista depilada (seudónimo), de Buenos Aires, Argentina
Camino por la avenida Santa Fe, el día es cálido, el sol hace que mis ojos se achinen. ¿La hora? Serían las cuatro menos diez. Soy una persona puntual, así que no llegó tarde, nunca, llego tarde a mi sesión semanal. Y hacia allá me dirigía. Llego a la esquina de Azcuénaga, veo la gente comiendo hamburguesas, y doblo rumbo al encuentro del diván. Hoy tengo mucho para hablar, a diferencia de la semana pasada, hoy sí que vengo cargado. Pero. Siempre nace esta palabra cuando todo parece deslizarse con fluidez. Pero. Pero al llegar a Arenales veo la figura de mi analista de pie en la esquina. El aguarda el semáforo que le de paso y así cruzar, imagino yo, rumbo a su consultorio. Es decir, rumbo a mi encuentro. Ya que los minutos se suceden y la hora de esa cita ya es inminente. Mi analista, este analista es de esos que te tratan siempre de usted, a pesar de los meses, ese usted, esa distancia siempre se mantiene. Entonces, no sé que hacer. Digo, yo no sé qué hacer. Avanzo y estoy hombro con hombro junto a él. Y no sé si cabe saludarlo. Ahora somos solo dos hombres. Iguales. Parecidos. Humanos. ¡Humanos! Mi analista es ¿humano? Él también anda por la calle, espera que lo rojo de paso a lo verde. Sí, el también. Y lo saludo. Un simple: Hola. Y entonces me mira, veo su sorpresa, y sonrío. ¿Qué tal?, me dice. Ya arrancó la sesión, ya debo contar lo que tengo para contar ¿ya? Verde, el semáforo cambia, cruzamos en silencio. Andamos paso a paso los pasos que nos separan de la entrada del edificio que contiene aquel diván. Llegamos, en silencio, él abre la puerta, entramos al palier. Llamo al ascensor. Llega, y el ascensor es tan pequeño que estamos uno junto al otro muy cerca, en silencio. El viaje es breve, cuarto piso. Mi analista abre la puerta del ascensor, sale del ascensor, abre la puerta del consultorio, yo en silencio cierro la puerta del ascensor, cierro la puerta del consultorio, oigo Pase. Y paso, y me sumerjo en el diván y ya no puedo dejar de contar lo que tenía que contar. Él me escucha, en silencio.
Bartleby (seudónimo), de Buenos Aires, Argentina
Durante la sesión una paciente le comenta a su analista un sueño que se repite y la asombra: muchos gatos corretean y uno de estos la mira fijo. ¿Restos diurnos? - le pregunta la analista. Ninguno, no tengo gatos en casa -contesta la paciente- ni soy narcisista. La analista le devuelve entonces su interpretación en medio de la desconfiada insistencia de la paciente: doctora, hay algo de esta escena que acaso suceda en lo real.
Tres meses después la paciente es internada de urgencia. Y al reponerse de la cirugía, mira hacia un viejo ventanal de la habitación asignada en el sanatorio: muchos gatos corretean. Se trata de uno de los jardines interiores en los que conviven habitualmente los felinos. Uno de estos se detiene y la mira fijo.
Cuando la analista es informada por la paciente del suceso no pronuncia palabra. Para bienestar de la paciente las sesiones continuaron; la paciente no volvió a ser sometida a ninguna cirugía. Claro que la escena de los gatos la introdujo en los enigmas del psicoanálisis, que todavía existen, y en aquello tan azaroso de la vida como presente y futuro.
Paula Winkler, de Buenos Aires, Argentina
Arturo, uno de mis primeros pacientes, viene a terapia sintiéndose una víctima tanto de su madre como de su esposa a las que califica de brujas.
Extrañamente, desde la primera sesión, aparece una imagen en mi mente: un velero zurcando los mares. Una imagen que me resulta totalmente ajena.
Cuando, en la tercera sesión, recurre la misma imagen en mi mente, decido hablar de ello con el paciente. Arturo queda petrificado y luego y vocifera "¡ese es mi sueño!, !ese es mi sueño!" Quiero largarme con un velero y recorrer el mundo". Pero, ¿cómo lo sabe? Nunca he hablado de esto con nadie?" Después una larga pausa,. Arturo se levanta, me paga la sesión y manifiesta que no vuelve: "¿No se le dije? Todas las mujeres son unas brujas". No volví a verlo y aprendí a no devolver todo lo que viene a mi mente.
Trudy Ostfeld de Bendayán, de Caracas, Venezuela
Se acercaba el verano, me ganaba el cansancio del año de trabajo pero aún así, intentaba redoblar mi esfuerzo en la escucha analítica. Llega a su sesión semanal un joven paciente, comienza hablando de sus planes para salir por primera vez de veraneo con su novia. Que les gustaría ir a la playa, que podría ser la playa de las Catedrales en Ribadeo o mejor Bolonia que es más tranquilo... de golpe, sin darme cuenta, me encuentro interviniendo: “¿Ibiza está muy caro este año? y los pasajes? Porque ahora hay planes con descuentos muy interesantes...”. La conversación resultó muy amena, el paciente me informó de todos los detalles y yo me hice un panorama de cómo serían MIS vacaciones. Dí por finalizada la sesión. A la semana siguiente regresa puntual como siempre, pero lo noto alterado. Su primera frase fue: “¡Ya sé por qué me hizo tantas preguntas la vez pasada! Primero no me di cuenta, pero en el transcurrir de los días entendí que usted me interpretaba que no debo buscar lugares baratos para ir con mi novia, que eso sería menospreciar la relación. Y ya es hora de hacer un giro en el vínculo, usted tiene mucha razón!”. Silencio. Cuestiones de la transferencia analítica.
Miguel Salas, de Madrid, España
Parece mentira que nadie entienda mi drama. Espero que al menos me entiendas tú, no es nada fácil cuidarlas, dejar que crezcan sanas... hay quienes dicen que las mimo en exceso, que estoy obsesionada con ellas, que si les presto demasiada atención, que si las visto con colores muy fuertes… les explico que los colores hacen que duren más, por tanto les dan vida. Dicen que exagero al cuidarlas del frío, que las mantenga frescas en verano y las airee desnudas para que se oxigenen y cojan su color natural. Aseguran que dramatizo, no comprenden que se me salten las lágrimas, y que sea capaz de encerrarme en casa y no quiera salir. Critican que no repare en gastos cuando se trate de ellas, que gaste todo cuanto considere necesario para que sigan creciendo y adquieran por sí mismas consistencia, dureza, elasticidad. Dicen que entorpecen mi vida, que impiden que trabaje con diligencia, no se creen que pueda hacer lo mismo que el resto de los mortales y que me incapaciten para vivir… Tampoco entienden que si no puedo vivir sin ellas no busque alternativas, porque las hay. Existen métodos que están probados científicamente, pero yo prefiero lo natural. En serio no comprendo por qué no pueden ponerse en mi lugar y entender que sufra si una se rompe. Por eso siempre llevo limas encima, porque una nunca sabe en qué momento puede romperse una uña.
Mayte Martín, de Las Palmas de Gran Canaria, España
Había llegado antes a sesión preocupada. Casi sin saludar me tiré al diván. Una palabra me perseguía: mariposa. Decía que si se busca en las alas de la mariposa un número y se juega a la lotería, se gana. Silencio.
Decía que la palabra mariposa es cursi, ¿cómo usarla en algún texto? Decía que la mariposa siempre tiene algo de siniestro. Silencio.
Decía Mari y ella ¿qué?
Mari posa en la ventana, me da la mano y volamos las dos.
Susana Szwarc, de Buenos Aires, Argentina
La escalera del analista es un lugar especial. No es que sea "la" escalera del analista. Digamos que es la escalera que conduce al apartamento del analista, o por donde uno se va, se fuga, salta, se sienta, quiere devolverse, baja corriendo, lentamente, retorna, se detiene en el descanso, se queda esperando la hora, se encuentra con otro paciente, con la conserje, con la vecina, con uno mismo. La escalera es más importante que la sala de espera, es un termómetro del síntoma.
Johnny Gavlovski, de Caracas, Venezuela
El hombre se pudrió de que cada dos por tres le dijeran que tenía múltiples personalidades y encaró la puerta del consultorio de su flamante analista, “un tipazo”.
Ya de movida le contó que solía caer en estados de desorientación, aunque él no usaba la palabra caer, más bien solía decirse que entraba en ellos “como por un tubo”.
Transcurridos algunos años de vida bien vivida, tenía muy presente la ocasión que había desencadenado una serie de sucesos “raros como ellos solos”.
Durante la segunda consulta ocurrió “una escena de película”.
Recién se había recostado en el diván cuando reparó en que la ventana estaba abierta. Sin embargo, él recordaba haberla cerrado, porque era una de sus manías y esa tarde noche no había sido la excepción y hasta se le escuchó decir, con un movimiento de la parte aludida, “me juego la cabeza”.
Ahí nomás rumbeó para el lado de la ventana y casi sin querer se asomó al exterior, y al asomarse vio a la multitud que estalló en vítores al verlo aparecer en el balcón, desde donde alcanzó a ver a unos cuantos tipos que se hallaban “con las patas en la fuente”.
Desde esa visita el General no hace más que sonreír y atender asuntos de Estado, que muchas veces lo desorientan por su complejidad y entonces lo obligan a consultar a un gran número de asesores y ministros, entre los que se cuenta su psicoanalista. Y además en otra dependencia del edificio está su esposa, que trabaja como loca y también tiene su carácter, “no vayan a creer”.
Mario Capasso, de Buenos Aires, Argentina
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