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9 DE AGOSTO DE 2011 | APENDIZAJES EN LA ADOLESCENCIA

Entre el dolor de la lucidez y la crisis educativa

Análisis de un fragmento de la película argentina Lugares comunes con relación a la los docentes, los alumnos y lo que se juega en esa relación.

Por Pablo Romero
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En un pasaje de la película argentina Lugares comunes (2002, dirigida por Adolfo Aristarain) el profesor Fernando Robles -interpretado por Federico Luppi- se dirige a sus alumnos –futuros profesores universitarios de Literatura como él- para dar cuenta de su perspectiva de lo que es enseñar, de lo que supone ser un docente. Para Robles, educar no solo es enseñar a pensar, enseñar a dudar, enseñar a que los alumnos se hagan sus propias preguntas y busquen sus propias respuestas -sabiendo que toda verdad es siempre relativa y que hay que evitar el pensamiento dogmático- sino que sobre todo supone despertar en los alumnos “el dolor de la lucidez, sin límites, sin piedad”.

El dolor de la lucidez que, sin embargo, parece traer consigo inesperados vuelcos, al menos en cuanto a la virtud última y sin reservas con que se presenta en el discurso del profesor Robles. Entre esos vuelcos no pronosticados en el positivo diagnóstico del profesor, está el hecho de que algunos luego de descorrer ese velo de la ignorancia -y abrirse a la luz de la “dolorosa lucidez”- terminan añorando íntimamente su anterior –ahora evaluada así- felicidad del ignorante y desearían el poder ahorrarse ciertos dolores existenciales, el bloqueo de la lucidez amarga que no les permite siquiera disfrutar de los pequeños agradables momentos que la vida cotidiana –aburrida, superficial y rutinaria- antes sí les deparaba; o ese vuelco terrible que toman algunos colegas docentes por el cual terminan tan irónicamente amargados que solo les sale ser demasiados propensos a dar dolor al otro más que a habilitar en forma alguna el camino a la lucidez. Ciertamente, el “sin límites y sin piedad” puede tener su lado algo perverso respecto del otro al momento del ejercicio de la docencia.

También acotaría que la lucidez no tiene que ser necesariamente dolorosa, aunque resulte innegable el hecho de que romper con aquello que nos cegaba -y el abrirnos a visiones más amplias y menos ingenuas de las cosas- supone un acto de romper con lo establecido en nuestras cabezas y en nuestras vidas y modifica radicalmente nuestros vínculos, por lo cual casi necesariamente parece suponer siempre un parto doloroso. El punto discutible de la concepción parece ser la idea de que quizás pueda entenderse que lucidez y dolor son inseparables en todo momento. ¿No hay felicidad posible siquiera acaso en las “alturas” de la lucidez? ¿O el iluminado solo puede estar condenado al dolor de la “soledad ilustrada”, del paria que ha visto cómo las cosas finalmente son y no tiene más remedio que vivir aislado entre sus semejantes? Creo que hay cierto mito romántico mal curado en tal asunto.
Pero, pese a estos reparos -no taxativos, por cierto- que creo conveniente tener en cuenta, ciertamente existe buena parte de razón en lo que dice el personaje interpretado por Luppi y claramente parece ser más recomendable arriesgarse al dolor de la lucidez que al vivir en la felicidad de la ignorancia. ¿O no lo creen así?
Como sea, parece ser propio de la práctica de todo docente el asumir esa desgastante tarea de despertar la lucidez en el prójimo, o sea, en sus alumnos (aunque no ciertamente el ser docente implique que uno haya adquirido esa lucidez, o al menos en todos sus grados, algo que también parece darse por supuesto, aunque la propia práctica, creo, lo desmiente en muchas ocasiones). Pero también sobre este punto tengo ciertas reservas, pues cuando se asume ese rol en la práctica (y muchos no lo asumen, por cierto) surgen frecuentemente efectos colaterales no muy recomendables: tenemos docentes que directamente trivializan esa tarea y se enmarcan en la obsesiva didactización –de pirotécnicas formas pero sin contenidos sustanciales- del saber a trasmitir; otros que se oponen a cualquier forma de intentar conducir al alumno a algo -en tanto se plantean como “outsiders” de la institucionalidad y creen en una especie de horizontalidad anti-sistema por la cual terminan en definitiva renunciando a lo fundamental de su rol, haciendo más bien de agitadores adolescentizados o –en el caso de secundaria- queriendo convertirse simplemente en amigos comprensivos del alumno; y también tenemos a aquellos que creen que los docentes somos el último resabio crítico de la sociedad y se dedican básicamente a demostrar a sus alumnos lo tan superficiales que son y lo tan idiota que es la sociedad en su conjunto (salvo ellos, claro).
En fin, que el encendido discurso del personaje del profesor Robles ha despertado en mí alguna forma de reacción y reflexión, que no sé si supone un mayor grado de lucidez sobre asuntos como “qué supone el enseñar” (que es a lo que me dedico y que, por lo tanto, me interesa pensar), pero sí me ha motivado a escribir estas breves líneas con el fin de aportar algo mínimo a un debate que se debería enmarcar en algo aún mayor y que tiene que ver con la tan mentada crisis educativa, que período tras período de gobierno se convierte en un jingle y un modismo político y desencadena desgastantes -y poco lúcidos- enfrentamientos entre la clase política y los actores educativos. Pues, quizás deberíamos empezar no tanto por pensar en términos de rendimientos cuantitativos y cifras sobre ausentismos y pruebas nacionales y/o internacionales que legalicen o no el saber que estamos trasmitiendo en una o dos materias consideradas básicas, sino que deberíamos abocarnos a la tarea de pensar más seriamente en qué formas de la lucidez queremos para nuestra comunidad –o si preferimos seguir ahondando en la felicidad de la ignorancia funcional, quizás- , en qué tipo de docente hay que apostar a concebir desde los Institutos de formación docente -y en nuestras universidades- y qué podemos hacer al respecto en lo inmediato.
Puede que sea importante retomar esos lugares comunes de los que, en definitiva, habla Robles en cuanto a la educación y su rol social. Lo educativo debe retomar su especificidad, su lugar común, que no es nada más ni nada menos que el de la formación intelectual y el de intentar generar esa específica forma intelectual de la lucidez en nuestros ciudadanos. Tanto los actores educativos como la clase política deberían atender tal punto y trabajar en conjunto para alcanzar objetivos que nos son comunes.
En tanto, solo asistimos sin límites y sin piedad a la falta de ese lugar común de la lucidez.

A modo de presentación del texto en breve síntesis
El dolor de la lucidez que, sin embargo, parece traer consigo inesperados vuelcos, al menos en cuanto a la virtud última y sin reservas con que se presenta en el discurso del profesor Robles. Entre esos vuelcos no pronosticados en el positivo diagnóstico del profesor, está el hecho de que algunos luego de descorrer ese velo de la ignorancia -y abrirse a la luz de la “dolorosa lucidez”- terminan añorando íntimamente su anterior –ahora evaluada así- felicidad del ignorante y desearían el poder ahorrarse ciertos dolores existenciales, el bloqueo de la lucidez amarga que no les permite siquiera disfrutar de los pequeños agradables momentos que la vida cotidiana –aburrida, superficial y rutinaria- antes sí les deparaba; o ese vuelco terrible que toman algunos colegas docentes por el cual terminan tan irónicamente amargados que solo les sale ser demasiados propensos a dar dolor al otro más que a habilitar en forma alguna el camino a la lucidez. Ciertamente, el “sin límites y sin piedad” puede tener su lado algo perverso respecto del otro al momento del ejercicio de la docencia.


Pablo Romero. Profesor de Filosofía (IPA), docente universitario y en educación media, Editor Responsable de la Revista Arjé y coordinador del Proyecto Arjé. Conferencista y articulista en medios locales y extranjeros. En 2007 publicó el libro Asueto de las máscaras.

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