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29 DE NOVIEMBRE DE 2007 | PSICOLOGÍA SOCIAL PSICOANALÍTICA

El Arquiatra

Tanto el Psicoanálisis como la Psicología Social tienen valiosas herramientas que en la potenciación de su articulación son capaces de restituir la trama simbólica, reescribir narrativas congeladas, reinstalar una función ordenadora y transformadora; proponemos pues la formación de arquiatras, de agentes que construyan y sostengan una mirada múltiple y rica en la generación de teoría y artificios técnicos, y en la acción concreta sobre el sujeto, el grupo, la institución y la comunidad.

Por Mario Malaurie
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Freud inaugura un nuevo discurso, el del psicoanálisis, dispositivo que indaga y opera en los marcos de lo intrasubjetivo. En sus tres facetas –teoría sobre el psiquismo, abordaje científico de los fenómenos psíquicos y método psicoterapéutico- la esencia analítica se dirime en el reducto de un consultorio donde un analizante o paciente despliega su narrativa, y otro en posición de analista presta una escucha y un decir que navegan en el sentido de la simbolización.

En ciertas antípodas -y pese a ser a su vez psicoanalista, pero habiendo hecho prevalecer su visión de médico psiquiatra a cargo de un hospicio frenopático- Pichon-Rivière enfocó el entorno familiar, es decir, la instancia intersubjetiva. En la clínica del diván nos encontramos con discursos acerca de un contexto vincular, pero no intentamos constatar la veracidad de los dichos por vía de una pesquisa objetivante; carece de relevancia una verdad fáctica pues la tiene la realidad psíquica del hablante que narra su novela.
Sin embargo de tanto en tanto, y por las más variadas razones, un analista accede a esa otra cara, a datos “objetivos” de una realidad familiar o laboral, encontrándose de pronto con flagrantes contradicciones. Hemos visto en supervisiones grupales o ateneos, que un caso clínico se intersecta con otro por contigüidad sangüínea, conyugal, amorosa, amistosa o laboral de los analizantes: es entonces cuando el analista, persona al fin, se ve sorprendido por una revelación inesperada. “Mis histéricas me mienten” o “Ya no creo en mi histérica” según la fuente- dijo en su momento un Freud desconcertado. Fue entonces que la teoría del trauma como impacto motorizador de una patología latente expandida luego en “la otra escena” pospuberal, dio lugar a la teoría de la realidad psíquica; curiosa inversión por la que un infante pasa, en la conceptualización, de seducido a seductor.

Históricamente, la intrasubjetividad quedó a cargo del psicoanálisis, en tanto que la intersubjetividad lo fue de disciplinas ligadas al grupalismo, el institucionalismo y la psicología social (recordemos que si bien el psicólogo social no tiene prima facie incumbencia terapéutica, puede ejercer y aportar en equipos multidisciplinarios, y que, por otra parte, más allá del posicionamiento del operador, para Pichon Rivière el concepto de salud mental coincide con el de aprendizaje, por lo que toda intervención pertinente en un campo dado es por añadidura terapéutica).

El analista riguroso, apegado a los lineamientos de los grandes maestros, purista, si se quiere “ortodoxo” –es decir, sujetado al dogma- basa su operatoria en lo que fluye de una boca en la perspectiva que un saber no-sabido pueda alumbrarse mediante la regla fundamental, la libre asociación discursiva y proferida; tiende a desestimar elementos ajenos a la cadena significante singular de su analizante; habilita, desde su atención flotante, su “tercera oreja” para una lectura puntual o construida, la captación de un fallido, una contigüidad silábica, un anagrama, un sintagma encriptado. ¿Es lícito trascender su pulsión invocante para comprometer la escópica, atender también a un detalle no verbal? El escamoteo de la mirada y de la visión misma en virtud de la existencia de un diván tabicador que promueve la fantasía, la asociación, la ensoñación, la reminiscencia de lo onírico y lo sexual en la horizontalidad de una yacencia, limita la preeminencia de lo imaginario en aras de un despliegue simbólico. Ello no obsta para que, de tanto en tanto, haya detalles que surgidos del dispositivo mismo o, como ya mencionamos, de una exterioridad, intersecten el plano del decir. ¿No trastabilla la coherencia lógica de un obsesivo cuando en el saludo inaugural de la sesión esa boca profiere una frase protocolar entre las volutas de un fuerte vaho etílico? ¿No es acaso ese aliento un significante? ¿No lo son una mugre vislumbrada, las hilachas de una ropa, una marca en la piel?
Un paciente de mediana edad –Julio- lleva un año en análisis; su motivo de consulta: una fibromialgia dorsal asimétrica inhabilitante, en el marco de una depresión mayor. Llega en una crisis de llanto suplicando ayuda; es casado, con una hija de 13 años, tiene un hijo de 28 de un matrimonio anterior que vive con los abuelos paternos en la casa de al lado. Se autodefine como metalúrgico tornero, hijo de tornero –el que convive con su hijo- y refiere que trabaja en una empresa familiar fabril como empleado, encargado del área de mecanizado de piezas. Sufre por la humillación de su lugar laboral bajo la égida de un hombre mayor muy enfermo y su hijo déspota y libertino, donde se conjugan quejas por ingresos, maltrato, discrecionalidad, el propio trabajo agotador. Su discurso sólo gira alrededor del trabajo, su dolencia somática y sus estados anímicos.

Por otra parte, una colega está atendiendo a la hija, que sufre de enuresis primaria y está a cargo de una madre y una abuela materna asfixiantes; a través de supervisiones compartidas, accedo a una florida información sobre el grupo familiar: la mencionada enuresis, la pertenencia del grupo a una congregación religiosa de corte sectario donde participan de reuniones dominicales en un parque, su propia violencia doméstica apenas contenida, la posesión de una embarcación para el disfrute de momentos ribereños, las conductas de madre y abuela concentradas en la enuresis de la nena, los pañales, las noches de prueba sin pañales pero con la constante intervención materna tocándola bajo las sábanas, sin conciencia de una acción sobreerotizante, para establecer si se ha orinado; y sobre todo: la empresa metalúrgica familiar es propia, Julio es el mismísmo dueño, los supuestos jefes son los titulares de una comercializadora cliente para la cual la fábrica destina gran parte de la producción…
Estupefacto por las novedades no puedo menos que posicionarme de otro modo, la diplopía entre función y persona vacila, me gana un cerro contratransferencial.

Inevitablemente reenfoco mis intervenciones pero su fluencia obsesiva es de una coherencia matemática. Ante preguntas esporádicas pero grávidas de intención reacomoda su discurso y vuelve a armar una fábula que cobra nuevas congruencias.

Inesperadamente, soy convocado por el hijo. Federico es jardinero; su descripción coincide con los datos extraanalíticos de que dispongo: Julio es un hombre violento, comanda con mano dura su metalúrgica convertida en una mezcla de usina productiva y campo de trabajo y maltrato. Las anécdotas ilustran toda una gama de pasajes al acto: Federico y un primo juegan al fútbol en la vereda, un pelotazo que estalla contra la chapa del portón de entrada enfurece a Julio que sale blandiendo un caño y es reducido por vecinos convencidos de que es capaz de matar; en otro momento Julio pide a Federico que corra su camioneta, el hijo responde “hay algunas palabras, por favor y gracias”: ello desencadena una ira que culmina calladamente esa noche cuando toda una plantación de cactus que el chico venía criando en su terraza acaba destrozada por una navaja…
El relato que Julio ha construido para el analista es una rara proyección de sí mismo desdoblado en dos figuras “patronales”: un padre benévolo con el cuerpo agotado y un hijo tiránico. Él mismo se coloca en posición de explotado y sometido, pero también admite una faceta desquiciada pues no sólo cuenta gozoso exabruptos con los operarios que tiene a cargo sino también incidentes callejeros en que arroja su coche contra otros sin el menor miramiento.
Curiosamente esta veta airada y reivindicativa coexiste con un discurso de pasividad y resignación frente a sus amos: “soy un cagón”, ante a los desaguisados de crianza que esposa y suegra perpetran sobre su hija: “no puedo hacer de padre”, o frente a los años que Federico lleva a cargo de sus propios padres: “me lo robaron”.

Y sin embargo, como analista, debo reconocer que su relato en análisis, por divergente que sea respecto de los datos mencionados, configura una verdad de Julio, una versión de su vida, una narrativa que por alguna razón emerge en el dispositivo y que habla de un sujeto profundo cuyo saber debe ser admitido como válido y preeminente.



Hoy rigen miradas excluyentes, suplementaridad más que complemento, disyunción en lugar de conjunción, parcialidades tan narcisistas como negadoras; es por eso que, más allá de casos como el expuesto, se impone integrar en el “y” dialéctico los extremos del “o” lógico-formal.

Pichon Rivière postuló en su momento una figura imaginaria, un ideal, un lugar mítico: el arquiatra, “curador arcaico”, un operador experimentado que subsumiese en sí mismo versatilidad epistemológica y abarcación técnica, de modo que pudiese coordinar desde lo plural el abordaje a una problemática dada. Ya el término remite a categorías de la ancianidad (arqui, archi, arcano, arcaico) y conecta como imaginaba Freud con la arqueología y la paleontología; hablamos de un buceador de saberes del otro desde un herramental propio que articula conocimientos, experiencia, marco teórico, actitud psicológica.

De acuerdo a los hallazgos freudiano y darwiniano, la civilización descansa sobre un crimen: el asesinato del padre; como derivación de tal “perpetración” –mítica, por cierto, y por tanto con impronta simbólica-, se funda la condición subjetiva pero, paradójicamente, en un escenario de caída de la función que nos constituye.

La circunstancia sociohistórica que vivimos donde predominan la anomia, la ruptura de las redes sociales, la caída de los grandes garantes –entre ellos el Estado y la Ciencia-, la discontinuidad formativa en que sabemos a medias ser padres de niños pero nos sentimos perdidos frente al mutante que deviene en adolescente, exhibe el rasgo no sólo estructural sino también evolutivo de la declinación de la función paterna, postulación de Lacan. Es pues cuando cobra brillo la propuesta pichoniana de articular en una función inaugural las disciplinas que atañen a los órdenes intra e intersubjetivo: estamos hablando de un agente capaz de blandir con eficacia las herramientas del Psicoanálisis y de la Psicología Social, aceptando que ésta obliga a una formación teórico-técnica específica en el marco de la experiencia del grupo operativo, y el primero impone -como mandaba Freud un sólido análisis personal y el dominio de la teoría por vía de los Seminarios.

La Psicología Social, disciplina inicialmente revolucionaria si las hay, no ha encontrado todavía un cauce de desarrollo que le permita erigirse como instancia válida, y el Psicoanálisis, pese a su enorme prestigio, tampoco ha plantado del todo sus reales; baste con dos muestras: un fallido, valiosa pista de la verdad que busca un juez, es desestimado en cualquier juicio oral –banquete del sujeto de la enunciación- prevaleciendo la rectificación para los taquígrafos; por otra parte, hasta un psicólogo debidamente matriculado está obligado, cuando debe elevar un informe clínico ante cualquier entidad, a adscribirse a los dictados del DSMIV, dossier psicopatológico de la … ¡psiquiatría!

Tanto el Psicoanálisis como la Psicología Social tienen valiosas herramientas que en la potenciación de su articulación son capaces de restituir la trama simbólica, reescribir narrativas congeladas, reinstalar una función ordenadora y transformadora; proponemos pues la formación de arquiatras, de agentes que más allá de los mezquinos recortes de las colegiaturas construyan y sostengan una mirada múltiple y rica en la generación de teoría y artificios técnicos, y en la acción concreta sobre el sujeto, el grupo, la institución y la comunidad. Al mismo tiempo, es imperativo y requisito ineludible que esa construcción vuelva constantemente sobre sí misma para trasegar el bucle de la exigencia y la autocrítica: no es posible un emprendimiento tal si renunciamos a la excelencia académica, a los rigores del propio análisis y la supervisión bajo asimétricos válidos.

En tales condiciones, la Revolución en la interioridad de ciertos recortes –tal vez no la de Marx y Engels- deja ya de ser un imposible.

Mario Malaurie es Psicoanalista, director de Escuela Psicoanalítica de Psicología Social, info@psicosocial.com.ar www.psicosocial.com.ar


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