Cada sociedad, en cada momento histórico, construye un sentido y alguna fundamentación para refrendar a qué cosas decir que "no". Esto es precisamente un pacto social o cultural. La fuerza de estas construcciones sociales hace que ciertas pautas morales y representaciones culturales sean percibidas como "naturales" y no como meras convenciones, que quedan por fuera de toda discusión mientras gozan, precisamente, de ese consenso social.
Cuando este pacto cultural funciona, solemos creer en algo que no se justifica en sí mismo, o mejor dicho, no necesita ser justificado ya que "las cosas son así". Son los momentos en que las personas "saben", sin demasiada duda, lo que está bien o lo que corresponde que se haga. En esos períodos de estabilidad, los consensos que determinan esos límites aprendidos culturalmente, son reconocidos y aceptados por la mayoría; y por lo tanto, se transmiten sin dificultad.
Sin embargo, en momentos en que este pacto cultural se debilita o queda puesto en cuestión, tal como ocurre en la actualidad, los adultos nos enfrentamos con la falta de consensos para justificar o aportar sentido a los "no" por el lado de lo prohibido. A su vez, los niños no se encuentran con un mensaje claro y coherente que facilite el proceso de apropiación y subjetivación de los límites.
Tomemos como ejemplo las llegadas tarde: aquella escuela que premiaba la puntualidad y enviaba a los alumnos que llegaban tarde de vuelta a casa está aún fresca en la memoria de muchos, pero forma parte de un pasado ignorado o remoto para los más jóvenes. Se "sabía" cómo resolverlo y era por el lado de la prohibición. Hoy, más allá de una disposición que obliga a recibir a ese chico que llega fuera del horario, no se alcanzan acuerdos institucionales sobre cuál sería la decisión apropiada. La diversidad de respuestas es múltiple: desde enviarlo al aula, impedirle que ingrese al grado en la mitad de una clase, hasta ofrecerle cuando llega de cualquier modo su desayuno por considerar que ningún chico puede estudiar si tiene hambre, entre otras tantas. Sin embargo, no siempre estas decisiones son validadas por los miembros de la escuela, y esto es así porque ponen en juego las diferencias con respecto a la definición de la escuela que queremos, al modo en que miramos a los niños, a la función de la escuela en relación con sus familias, a qué sujetos queremos formar, qué valores privilegiamos, etc.
Aquella frontera, cuya función es recortar lo prohibido de lo permitido, resulta tan amplia, difusa o lábil que deja de percibirse como tal. Este margen de incertidumbre y falta de respuestas colectivas en que quedamos inmersos, hace que algunos se aferren a ciertas certezas negándose a ponerlas en discusión y que otros carguen con la pregunta por el sentido de la tarea cotidiana. En todos los casos, sabemos que esta ausencia de construcciones compartidas que nos cobijen bajo un "nosotros" resulta agobiante. Parte del malestar en muchas escuelas está asociado a que coexisten en la institución concepciones y visiones en puja o en tensión. Es en este contexto que ubicamos los obstáculos para el sostenimiento de los límites, y hacemos hincapié en la necesidad de diálogo para alcanzar acuerdos sobre los mensajes que queremos transmitir. Lo que vendrá por añadidura será un fortalecimiento de la frontera o el límite entre lo que queremos que ocurra y lo que no. Porque ser niño supone contar con un adulto a quien preguntarle: "¿puedo?, ¿me dejás?" Y que ese adulto, a su vez, cuente con una respuesta confiable.
Para seguir pensando: Una docente hace referencia a las dificultades de los alumnos para acatar las consignas o las normas de la escuela. Da como ejemplo el comer en clase. Y aclara que si se les dice que no es por algún motivo, que no es porque sí. No se puede comer en clase porque pueden ensuciar los cuadernos,se les puede volcar sobre una carpeta, etc. Al escuchar esto, otra docente de la misma institución y que comparte a los mismos alumnos, dice que ella los deja comer porque en su hora les traen la merienda y los chicos no pueden concentrarse en la tarea si están pendientes de la comida. Además, que los chicos pueden seguir trabajando mientras comen y que no se puede pedir a un chico que espere si tiene hambre. Un tercer docente agrega que no los deja comer en clase porque tienen que aprender que hay momentos y tiempos para cada cosa y que cuando están en clase no pueden distraerse con la comida, que para eso están los recreos.
Este ejemplo nos lleva a preguntarnos si "las dificultades de los alumnos para acatar las normas" no se deben en realidad a las propias dificultades para hacer comprensibles y creíbles nuestros mensajes. Si nos ponemos por un momento en el lugar de esos chicos, vemos lo confuso que debe resultar que cada docente que entra a ese grado dé su explicación o justificación para los "no" que intenta sostener. No negamos que todas estas explicaciones sean parcialmente verdaderas. Quizás, el problema esté justamente en que se trata sólo de una parte de la verdad.
La otra parte, la que en todo caso podemos revisar, es que para muchos de nosotros está internalizado que no se come en clase porque así lo aprendimos y así era la escuela. Era "no, porque no", sin fisuras. Y así se aceptaba, como se aceptaba la fundamentación que se daba: "había que habituar al niño a las condiciones del trabajo, separando la vida escolar del juego y dotándola de la seriedad y la coacción necesarias. La imaginación y la fantasía no eran consideradas útiles para la vida real y debían ser desechadas por el maestro" (Inés Dussel y Marcelo Caruso (1999): La invención del aula. Una genealogía de las formas de enseñar. Buenos Aires: Editorial Santillana).
También podemos aprovechar este ejemplo para retomar un planteo anterior: tal como la gran mayoría de las normas de una institución, comer en el grado no está ni bien ni mal, sino que, en tanto consideremos colectivamente que está mal, quedará prohibido y no al revés. Se nos presenta aquí la necesidad de abrir la pregunta por el sentido, así como plantear la necesidad de algún acuerdo institucional para hacer explícito el mensaje que les queremos legar a nuestros alumnos.
Laura Kiel. Psicoanalista. Doctoranda de la Facultad de Psicología, Universidad de Buenos Aires. Capacitadora del CePA. Docente e investigadora de la Facultad de Psicología, Universidad de Buenos Aires.
Mas informacion:
Fuente: Escuela de Capacitación CEPA