En el contexto del trabajo psico-social, que nos pone en contacto con el vasto complejo de excarcelados, marginales, extranjeros en situación de clandestinidad o lo que se denomina consensualmente delincuencia menor, nos preguntaremos, desde el psicoanálisis, en qué medida el acto delictivo (atraco, robo, violación, agresión gratuita) puede aclarar la noción que Lacan, refiriéndose a un núcleo imposible de simbolizar o “comprender” en la Ley, llamó el padre real.
Marginales que buscan su identificación a través del delito; transgresores que alimentan a través de la infracción su dependencia con una Ley sin amor ni protección, frente a un aparato estatal y judicial que nos le proporciona supleción a ese vacío; hijos en busca de padres y madres ausentes (para “saber quién soy y de dónde vengo”, como dicen a menudo), todos estos casos, más allá de su singularidad, nos indican que los actos delictivos son muchas veces un modo de darse una Ley allí donde ésta no existió o existió apenas.
Pero también nos indican, a través del discurso de los más lúcidos entre los autores de este tipo de actos (cuando digo lúcidos, excluyo a los perversos), que no hace falta que el padre o madre reales (empíricos) sean falibles, ausentes o monstruosos, para que ese agujero en la Ley se manifieste. El mito freudiano de Totem y Tabú, donde los hijos matan al padre para entrar ellos mismos en una relación con la Ley, es válido, como mito, tanto para los padres imperfectos como para los perfectos. Estos últimos producen también síntomas, por cierto diferentes, pero inexplicables si el registro de lo Real – entendido como lo que no produce ninguna síntesis entre imaginario y simbólico – no fuera de estructura.
X, magrebino, ha sido condenado por varios atracos a mano armada, en el último de los cuales resultó muerta una mujer. Durante la audiencia en la cámara del crimen, se muestra insolente y grosero, insulta al abogado y al fiscal, interrumpe al juez que lo interroga, como haciendo lo imposible por agravar la sanción. Cuando escucha la sentencia, que lo condena a 10 años de cárcel, se encoge de hombros y vuelve a insultar a los miembros del jurado que acaba de juzgarlo. Ya esposado y al salir del recinto de la Corte, se encuentra con un amigo que ha asistido al juicio y estalla en lágrimas: “Me da lo mismo todo esto, la cárcel, toda esta farsa. Que se vayan todos al diablo, lo único que me importa es saber si mi padre [el actual compañero de su madre] es mi verdadero padre”.
¿Los años de detención le servirán para darse cuenta de que eso no es lo que más importa? Supongamos que algún día encuentre al padre, que para él aúna en una sola entidad al genitor, la ley simbólica y la imagen ideal. La experiencia muestra que la mayoría de esos hijos e hijas que no conocieron nunca al padre (o a la madre) y terminan un día por encontrarlos, en general se exponen a un gran fiasco. Iban a la busca de lo que ellos habían imaginado como una referencia y un modelo de identificación, y que se revelará finalmente, en el sentido estricto del término, como padres imaginarios. La verdadera cuestión, si es que el encuentro se hace factible, se plantea después de haberlos conocido. O sea, la solución no es encontrar por fin al padre o a la madre, como parece machacarlo la estafa de los programas televisivos que manipulan ese deseo fingiendo que el encuentro lo resolverá todo, sino más bien en hacer el duelo del padre (o madre) reeencontrados. Duelo que deben hacer también los que tienen padres, buenos o malos.
Lo que relata un joven francés en un centro parisino de sustitución de metadona nos pone frente a un caso muy diferente. Integrado desde hace un tiempo en círculos cinematográficos, ha estabilizado su vida sentimental y ha empezado a realizar cortos metrajes para la televisión. Nunca conoció a su padre. Habiendo obtenido un día los datos necesarios que le permitirían visitarlo y por fin conocerlo, se dispone a ir a verlo. Llegado a la puerta de la casa, cuenta que vaciló un instante antes de tocar el timbre. Ese corto instante le sirvió, dice, para girar en redondo y alejarse de la puerta sin llamar. Nunca más intentó volver. ¿Para qué?, comenta. Intuyó, se supone, que su padre real no era ni su genitor ni tampoco el que había imaginado. ¿Qué amor hubiera podido tener por ese genitor desconocido que no hubiera ya encontrado en sus propios proyectos actuales (ya claramente delineados)? Proyectos que hacen de “nombre-del-padre”, el cual ha venido elaborándose de un modo enigmático, rellenando el vacío estructural de lo Real del padre. Si el sinthoma, como se deduce de la enseñanza de Lacan, es un modo de replicar a la falta de respuesta del Otro, el caso citado pone en evidencia que la actividad creadora ha podido sustituir los repetidos pasos al acto de la época de la toxicomanía activa, adonde no podía menos de leerse, como se dice a menudo, un “llamado al Padre”.
Un muchacho ingresado en un CEF (Centro Cerrado de Educación), donde los educadores tienen como consigna no reenviarles la violencia, utiliza una curiosa fórmula que muestra que el acto delictivo, lejos de transgredir un contenido previo significado en la ley social, resulta inseparable de la inconsistencia de la Ley y de algún modo la construye: “Nunca nadie me protegió, dice, en realidad me protegía cometiendo delitos”.Lo dice claramente: le faltó la dimensión apaciguadora y protectora de la Ley del padre, la que sirve para no agredir. La trangresión le sirve para darse una Ley. Su formulación no hace sino confirmarnos en la idea freudiana de la ley como deseo reprimido. Aunque nada permita pensar que haya completado un proceso que permita, como el anterior, hacerse de un Padre.
Delante de la 4a cámara del Tribunal Correccional de París comparece un muchacho de unos 25 años, acusado de violación. Hijo de la asistencia pública. “No conocí a mi padre, mi hermano era producto de una violación”. La madre le decía que “era un diablo” y los ataba a él y al hermano a la cama cuando se iba a trabajar “para que no hicieran cagadas”. Hay motivos para pensar que no estamos frente a un franco caso de perversión. Violar, dice, era vengarse de su madre y de las mujeres. Escribe reiteradamente al director de la cárcel pidiendo hablar con un psicólogo (el cual nunca llegará, cuando le mandan a uno, es un especialista en toxicomanía). Luego de cumplir los cinco años, sale libre y reincide al mes cometiendo cuatro violaciones, una por mes. La posibilidad de hablar con un psicoanalista le hubiera dado tal vez la posibilidad de desviarse de la Ley perversa de la madre.
Si es cierto que muchos actos transgresivos encierran un llamado al padre, la cárcel, que tendría que cumplir una función paterna, no la cumple. Funciona como sanción pero no crea Ley protectora. No hay ningún trabajo ni actividad que se haga ahí adentro, se quejan los detenidos. Y uno puede preguntarse si hay algún momento que permita al inculpado, en el contacto con abogados, educadores o trabajadores sociales, en la confrontación con el juez o en sus vínculos con el personal penitenciario, reencontrar un lugar en la Ley como sujeto. Sin embargo, aunque sea cierto que una concepción de la cárcel que no sea puramente punitiva, tanto como la urgente mejora de las condiciones de detención, podrían poner a muchos en el camino de una reconstitución subjetiva, ello no quiere decir que para otros, aún en el caso de que pudieran beneficiar de esas reformas, ello produzca efectos positivos. Porque, siguiendo nuestra idea, si hay un “real” o un agujero en la Ley, muchos seguirán usando el delito para crearse una Ley (el grupo de amigos que lo espera a la salida hará de Padre, por ejemplo).
Según una vieja idea, que Hegel atribuyó al cristianismo (y que Lacan retomó en la Etica del Psicoanálisis a propósito del goce), la dimensión del amor debe formar parte de la fase conciliadora de la Ley. Una ley que castiga sin amar produce indefinidamente su propia transgresión. Es lo que se escucha decir a los que no solo afirman que la cárcel no les ha dado nada sino que además, a la salida de ella, no logran reinsertarse porque la mirada de los otros hacia ellos es negativa, terminando así por volver al delito: “A la salida de la cárcel, la primera alternativa es encontrar una solución fuera del delito”, explica uno, entrevistado por periodistas a la salida del Tribunal Correccional. Cuando eso no se logra, “reincidir es siempre la segunda alternativa”, dice textualmente, o sea, la presenta como resultado del fracaso de la primera. “Esperaba, agrega el mismo, que la mirada de los otros cambiara, que dejaran de estigmatizarme, siempre me calificaron de irrecuperable, tengo varias sentencias de expulsión de Francia por no tener documentación. Pero me sacaron la documentación desde que robé. Solo encuentro a gente que me considera como destinado a delinquir, entonces vuelvo a robar”. No hay razones para no creerle.
El duelo que deberá hacer alguna vez el que busca a padres nunca conocidos (de cuyo encuentro espera la resolución de su propia violencia y sus conflictos) lo hará también aquél que gozó de una presencia materna o paterna sin falla y de una educación irreprochable. En ese sentido, así como algo del orden de lo real del padre podría emerger en ese duelo ulterior al encuentro en el cual el hijo o la hija cifraban la esperanza de encontrar su identificación, así también, es a lo real de la Ley, o sea, lo imposible de “comprender” del todo en ella, a lo que deben enfrentarse los hijos de buenos padres para poder, como dice Freud, identificarse con ellos pero no del todo. Nadie podrá negar las indudables ventajas de haber tenido un buen padre. El problema es que eso no garantiza el “amor al Padre”.
El paso al acto se efectúa en una relación oscura con la Ley. En una entrevista televisiva al actor Gérard Depardieu, éste evocó su fascinación infantil por el tatuaje que tenía su padre en un brazo. El padre era un hombre que no sabía leer ni escribir y había cumplido penas de cárcel. Su tatuaje era el signo de sus condenas carcelarias, por razones que el hijo desconoce. Cuando ahora ve su propia foto en las tapas de revistas, dice Depardieu, lo asalta a veces una angustia incontenible, como si hubiera cometido un hecho represible. El mensaje enigmático inscripto en el cuerpo del padre contenía una ley oscura que sigue produciendo sus efectos. Al empezar protagonizando roles de marginal, Depardieu parecería responder sin saberlo a ese enigma. El hijo no repitió la historia del padre, la canalizó mediante la actuación cinematográfica. Pero si la angustia resurge todavía, como lo dice el actor, es porque la marca del padre deja un resto. Resto enigmático que bien puede entenderse como una forma de la inconsistencia del Otro. Tanto el paso al acto transgresivo como la elaboración del Nombre del Padre se inscriben, por lo tanto, en la incompletud del Otro, estructural e inamovible, allí donde adquiere sentido la expresión lacaniana de “incastrable” referida al padre real.
El padre que circula por el tatuaje del marginal es el mismo que circula en la transmisión del padre magnífico al hijo que hereda la magnificencia. “Los ‘grandes hombres’ no deberían tener hijos”, escribía en su Diario Klaus Mann, brillante crítico de teatro, hijo del famoso novelista Thomas Mann, quien le enviaba de vez en cuando un signo displiscente de reconocimiento. Sería simplista decir que la toxicomanía crónica, la homosexualidad y la deriva de Klaus, que culminó en suicidio, sean el producto automático de ser el hijo de un gran escritor. Decimos solamente que la Ley paterna contiene una falla que hace imposible anudar al padre imaginario y al simbólico en un vínculo que no deje abierta una brecha. El hijo hereda la Ley paterna, ya sea moral o inmoral, culta o inculta, sin heredarla nunca del todo. El padre prestigioso y con gran peso simbólico puede producir un hijo mediocre o lleno de trabas, o en otros casos destruirlo. Un padre inmoral y perverso puede dar lugar a un hijo que sublima la perversión en la creación (como el caso de Dostoievski).
Sostener juntos los tres registros real/simbólico/imaginario, tal como lo propuso Lacan, haría salir, entonces, tanto de las búsquedas desesperadas de padres y madres ausentes como de la marca de padres con un pasado incierto o incluso de la carga de padres célebres. Mantener los tres registros sin que ninguno predomine sobre otro, sería el “ideal” tan difícil de realizar, incompatible con el paso al acto transgresivo que llama al padre. Ideal que Lacan parece enraizar (no desde su contenido-religioso sino con fines estructurales) en el dogma cristiano de la Trinidad, donde el Padre eterno (real) encarnado en el Verbo (simbólico) que sublima su mortalidad uniéndose al Espíritu Santo por el amor (imaginario), configuran un proceso que induce, a fuerza de atravesar el agujero que separa cada registro del otro, a la aceptación de la castración. Sin contravenir el principio básico de la singularidad de cada caso, podríamos preguntarnos porqué, en ciertas conversiones a paradigmas religiosos ajenos a la propia cultura, ciertos hijos de padres de perfil bajo o ausentes, ya sean franceses o de origen musulmán pero nacidos y educados en Francia, acuden al Islam como a una fuente de paternidad simbólica fuerte (fuerte en el registro imaginario), como se lo comprueba a menudo.¿Suplen de ese modo las falencias de un padre invisible simbólicamente en una sociedad republicana y enfáticamente laica que ha dejado de lado a nivel educativo toda referencia religiosa contundente? La pregunta reviste un carácter cultural (para responder a la cual habría que internarse en el detalle de ambos contenidos religiosos) y a la vez clínico, ya que no deja de enraizarse en una tríada que al afirmar que el Uno es trino, se propone trabajar en el paciente el desanudamiento de los tres registros para volver a anudarlos ...de otro modo. En todo caso, lo que Lacan aporta con la noción de real diferente de realidad, es que el padre y la madre reales no son sino el soporte ficticio (a través de los registros imaginario y simbólico) de un Real que no coincidirá nunca con la realidad. Se comprende así que la imposibilidad radical de interiorizar totalmente la Ley resida en ese núcleo “incastrable” en torno al cual se organizan las formaciones neuróticas, perversas y psicóticas.
Sería un error deducir de estas consideraciones, en nombre de un supuesto fatalismo de la estructura, que las mejoras carcelarias y la mayor presencia del psicoanálisis en la compleja conjunción de lo social y lo individual observable en el campo del delito, sean inútiles. Al contrario, justamente porque lo Real de la Ley es estructural, se hace necesario y urgente mantener la presencia del psicoanálisis (en el contexto de la urgencia y a nivel pragmático, incluso disfrazado en el trabajo social y sin ostentar explícitamente el estatuto, tan rehuído, de psicoanalista o psicólogo) para que, al desanudar los tres registros del Padre, puedan hacer surgir un modesto Uno que no haga ya necesario el paso al acto para llamar al Padre.
Sara Vassallo. Psicoanalista. Profesora de filosofía. Ponencia en un seminario privado en el marco del Centre de Recherche en Psychanalyse et Ecriture, Paris, octubre de 2007