La tensión de necesidad corresponde al orden de lo biológico, dando cuenta de un estado de tensión en que entra un órgano o un conjunto de órganos a partir de una necesidad (pongamos por ejemplo la irritación de la mucosa gastrointestinal ante la exigencia de recepción de alimento, produciendo la sensación de hambre), y que constituye un proceso a-direccional, no orientado a convocar a un otro. No hay nada allí del orden de un mensaje del niño hacia el adulto y que éste tenga que decodificar y descubrir, sino que se trata de la pura expresión y descarga de un estado de tensión orgánica a la que en todo caso el adulto deberá asignar un sentido, articular bajo el código del lenguaje, “ponerle palabras”.
Por el contrario, una demanda implica suponer un sujeto que se ubique como agente de dicha demanda, y por lo tanto la existencia de un yo-instancia ya constituido (o en vías de su constitución). Nos encontramos aquí en el territorio de lo psíquico. Ya existe entonces un sentido, una direccionalidad, en virtud de que un niño que se encuentra atravesado por el lenguaje y habiendo transcurrido ya por determinados momentos lógicos de su constitución psíquica, puede apropiarse de este estado de tensión orgánica, y a partir de la necesidad emitir ahora sí una demanda dirigida a un otro adulto.
Tal confusión al interior del discurso médico toma forma en un deslizamiento común: aquel que se produce desde la “atribución de mente” como juicio de atribución que todo adulto que se apropia de un niño en tanto madre o padre realiza, suponiendo en ese niño un yo con capacidad volitiva desde los orígenes (y en este sentido se trata de un “delirio parental constitutivo”, esperable, no patológico, y que constituye una condición necesaria para que el adulto pueda apropiarse ontológicamente del niño), a esa misma “atribución de mente” pero ubicada en el lugar de fundamento científico revestido de rigurosidad teórica, sobre el cual se apoyan luego distintas y variadas formas de intervención.
Este deslizamiento al que nos referimos encuentra sus lugares de plasmación en distintas teorías pediátricas vigentes en la actualidad, adquiriendo un carácter diferente según el marco científico/ideológico/político de que se trate en cada caso. No podemos pasar por alto que el discurso y la práctica médica, en sus diferentes líneas y orientaciones, no constituyen en modo alguno (como muchas veces se pretende) un todo neutral sino que siempre son en última instancia la expresión y puesta en acto de un discurso ideológico y una práctica política específicas. Con lo cual la mirada clínica médica y las indicaciones que de ella se desprendan necesariamente llevan consigo, se lo sepa o no, la marca del posicionamiento ideológico/político sobre el que se sostiene un discurso científico médico determinado.
En el caso de las corrientes cognitivo conductuales, ligadas al modelo biopolítico capitalista y al pensamiento psiquiátrico neurobiologicista, esta atribución de mente viene a brindar sostén teórico a un modelo de intervención adaptacionista, a la crianza y educación concebida como una suerte de “adiestramiento” de un cachorro humano que buscaría todo el tiempo aprovecharse del adulto, y al que habría que limitar y frustrar para que avance en el proceso de aprendizaje. Se ve al niño como un pequeño tirano que constantemente busca poner a prueba a sus padres, y por lo tanto las intervenciones parentales tienen que orientarse hacia una limitación constante de esa demanda para que los niños no “tomen el tiempo” a los adultos. El método de educación del sueño propuesto por el pediatra español Eduard Estivill y difundido masivamente a través del libro “Duérmete niño” es un ejemplo claro de esta orientación: brevemente, la educación del hábito del sueño se realiza –propone el libro– desde el primer día de vida dejando llorar al niño progresivamente por tiempos cada vez más prolongados, sin tocarlo ni levantarlo de su cuna, sino sólo hablándole, para que de esta manera el niño “comprenda” que debe aprender a dormirse solo. Tal método se asienta en la hipótesis de que el bebé en estos primeros tiempos no necesita del adulto para poder conciliar el sueño sino que “quiere” dormir con él, y en tanto no se trata de una necesidad sino de un deseo, un capricho, el adulto debe negarse para no “malcriarlo”. Quienes desde el psicoanálisis trabajamos con un modelo que intenta pensar al aparato psíquico como constituido exógenamente, a partir de un otro adulto, no podemos sino asombrarnos ante la violencia que encierra tal propuesta, ya que conocemos –con Silvia Bleichmar– la función fundamental del adulto no sólo como responsable de la inscripción pulsional sobre el niño, inaugurando sobre el territorio de la pura biología el orden de lo psíquico, sino también en la ligazón del caos pulsional desatado por estas inscripciones, ligazón que en estos primerísimos tiempos de constitución psíquica es necesaria entre otras cosas para que el bebé pueda conciliar el sueño, no quedando librado a excitaciones que lo agitan y que no puede domeñar.
Esta política médica se exhibe de esta manera como biopolítica (tomando el concepto de Foucault), es decir como política ejercida directamente sobre cuerpos que deben ser regulados y administrados, operando una reducción del sujeto a puro organismo y despojándolo de todo carácter psíquico y representacional (o considerando a este como simple epifenómeno del anterior). Para tomar conciencia de esto basta con observar, por ejemplo, el auge actual de la medicalización del padecimiento psíquico infantil y las tremendas consecuencias que esto está produciendo. Tal concepción biopolítica constituye uno de los principales factores que en las últimas décadas han precipitado la caída de la categoría de niñez, expropiando el cuerpo y el deseo infantil para ponerlo al servicio de la lógica de mercado. Se trata del ejercicio encubierto bajo la fachada de saber científico de una de las formas más nefastas de la crueldad: aquella que se despliega sobre el desvalimiento y desamparo propios del niño, y donde éste para el adulto no aparece en el horizonte como otro, en tanto es desplazado de su lugar de semejante.
En el caso de las corrientes pediátricas enmarcadas en un “retorno a lo natural” y más ligadas a un pensamiento filosófico místico-religioso, toda manifestación del lado del niño se interpreta como una demanda, un pedido dirigido intencionalmente al adulto y que éste debe satisfacer inmediatamente y sin demora, para no generar en el niño una vivencia de desamparo. Ejemplos de ello son las indicaciones pediátricas cada vez más frecuentes de colecho y la tan promocionada en los últimos años alimentación del niño pequeño de acuerdo a la “libre demanda”. El lugar asignado aquí al adulto es el de “guardián” de los ritmos y procesos “naturales” en el desarrollo evolutivo del niño, desarrollo orgánico y fisiológico que por sí solo desencadenaría los logros evolutivos a nivel psicológico, por ejemplo el control de esfínteres, como si este fuese un decantado de ese desarrollo orgánico y fisiológico y no una adquisición cultural. Al interior de este modelo naturalista, todo intento de pautación por parte del adulto de las conductas del niño es interpretado como represión, toda demora o negación queda adjetivada como abandono, desapareciendo como posibilidad el pasaje progresivo del ideal parental de presencia absoluta al “suficientemente bueno” winnicottiano, pasaje que sabemos es de importancia fundamental para la construcción del psiquismo del niño. La atribución de mente, juicio de atribución revestido de un carácter pseudocientífico, viene aquí a instalarse como justificación de un modelo que bajo el pretexto de un profundo respeto y cuidado por la fragilidad y el desvalimiento inicial del niño, sostiene indefinidamente en el tiempo hábitos que tienden a instalar un vínculo de dependencia mutua, produciendo un borramiento de la asimetría estructural constitutiva entre adulto y niño y propiciando condiciones favorables para la instalación de trastornos en el complejo proceso de constitución del psiquismo infantil.
Esta asimetría estructural constitutiva es doble: asimetría de poder, ya que el adulto tiene a su cargo los cuidados destinados a la conservación biológica del niño, cuidados que ejecuta necesariamente a través de maniobras sobre el cuerpo de aquel; y asimetría de saber en tanto el adulto está en posesión de la sexualidad, sexualidad parcial, autoerótica, que en sus formas de ejercicio directo ha caído (al menos esto es lo esperable) bajo los efectos de la represión originaria. Esta asimetría se pone en juego desde los orígenes en ese doble proceso de inscripción/ligazón –al que nos referimos anteriormente– de los primeros movimientos de instauración del psiquismo infantil, en los cuales el adulto ocupa un lugar preponderante en virtud de que no solamente parasita sexualmente al niño sino que es al mismo tiempo el responsable de ligar estas inscripciones intromisionantes que no pueden ser capturadas por el niño, en virtud de que éste carece del entramado representacional que le permita capturarlas y otorgarles un destino al interior de la tópica (en esos tiempos aún no establecida). A este trabajo de ligazón de las inscripciones pulsantes del lado del niño, el adulto lo lleva a cabo aportando progresivamente modos de ordenamiento de la sexualidad autoerótica de aquel (determinados cultural, social e históricamente), lo cual necesariamente implica al mismo tiempo una pautación de los modos de acceso del adulto al cuerpo del niño.
La biopolítica, aparentemente ausente aquí, aparece sin embargo bajo la forma de apropiación del cuerpo del niño como lugar de goce del adulto, con las consecuencias correspondientes que produce la ausencia de interceptación de ciertas formas que adopta el goce sexual intergeneracional. Nos encontramos en este caso ante una forma distinta de la biopolítica, una forma particular de ejercicio del poder como biopoder.
Pediatría adaptacionista y pediatría naturalista, entonces, como dos modos diferentes de expresión de la captura biopolítica de los discursos y las prácticas pediátrico-psicológicas. Se trata de dos modelos aparentemente opuestos, pero que en los discursos y las prácticas médicas pediátricas aparecen no pocas veces entrelazados y fusionados. La difusión y aceptación cada vez mayor de estos modelos cuenta con el apoyo del discurso médico, biologicista y organicista, pero también con una creciente aceptación por gran parte de los padres, fruto de una mezcla de factores (desconocimiento / temor / sometimiento a la autoridad médica / comodidad / etc.) en que unos y otros se combinan en proporciones variables y toman preeminencia según el caso. Resulta una exigencia ética ineludible el denunciar estos modelos ideológico/políticos y las prácticas médicas que se apoyan sobre ellos, orientando intervenciones peligrosas en virtud de los efectos nocivos que producen sobre los procesos de constitución psíquica en la infancia.
Desterrar la concepción biopolítica del fundamento de nuestros modelos y políticas asistenciales en salud (tanto pública como privada) exige entender que los abordajes en salud en el ámbito de la infancia no se reducen a su operancia directa sobre el cuerpo del niño sino que también implican una orientación y ejecución de las prácticas médico-psicológicas que sea solidaria con una comprensión del sujeto como más que un cuerpo-organismo, haciendo lugar a la complejidad de la imbricación entre éste y el orden de lo psíquico-representacional. Sólo de esa manera será posible una restitución del cuerpo y el deseo infantil.
Trabajo presentado en el VI Congreso Internacional de Salud Mental y Derechos Humanos (Buenos Aires, Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo, 15 al 18 de noviembre de 2007) .
Ignacio Chiara. Licenciado en Psicología. Miembro fundador del "Movimiento Psicoanálisis 3" de la ciudad de Santa Fe. Asesor psicológico de la Asociación Civil "Mamá Sol", ONG de la Ciudad de Buenos Aires que agrupa a mujeres que afrontan la maternidad con un padre biológico ausente. Trabaja en clínica psicoanalítica con niños, adolescentes y adultos. Dicta talleres de psicoprofilaxis de la maternidad/paternidad.