En primer lugar, es necesario recordar la importancia de situar la función del síntoma en la infancia. Si para Lacan, en las dos notas a Jenny Aubry, lo que aparece denotado como síntoma del niño y señalado como lo más accesible a nuestras intervenciones, es aquello que está en posición de responder, de representar lo sintomático de la pareja parental, ¿qué se medica cuando se medica al niño? ¿La angustia de quién se acalla? ¿A qué demanda se accede? No forzosamente la del niño. Es difícil de admitir que surja como tal, por parte del sujeto infantil, una demanda de medicación de su padecer.
En segundo lugar esta tendencia implica desconocer la función estructurante de la angustia y las fobias en la infancia. Me refiero, por una parte, a las fobias infantiles de los 3 o 4 años, cuya aparición preanuncia la elección de una neurosis y, por la otra, a aquellas que, al desencadenarse a una edad más avanzada, dibujan el recorrido de las fallas de efectuación de la metáfora paterna, cuyo balizamiento establece patéticamente un por aquí sí - por aquí no que, por un instante, trastabilla.
Sabemos también que cuando la posibilidad de jugar, de poner en juego en relación al Otro, los distintos personajes que se supone ilusoriamente responden al ¿qué me quieren?, se ve interrumpida, cuando han caído los enlaces simbólicos y no se sabe ya qué máscara ofrecer, es sólo por la vía de la metáfora que el dispositivo analítico ofrece a los niños en su invitación al juego, que el sujeto puede reubicarse.
Y como de niño y de loco todos tenemos un poco, ¿no será por el deslizamiento facilitado del loco al niño, que los psiquiatras aggiornados, no vacilan en responder a las exigencias adaptativas de las diversas instituciones con una prescripción medicamentosa? Las falencias de la institución parental, en primer lugar, y la escolar en segundo, para atraer a los niños al terreno de la investigación y los descubrimientos que facilita el dominio de la lecto-escritura, contribuyen en gran medida a no distraer a esos niños disatentos, de la menos aburrida escena parental, de la que no pueden distraerse ni un minuto. Pensaba en una chiquita que tenía problemas para concentrarse en su último año de primaria y a la que medican con Ritalina durante un mes y medio --a disgusto del padre--, cuya distracción cede, cuando su madre se toma el tiempo de transmitirle un método de estudio; quería tener a la mamá atenta a su lado, enseñándole un cómo se hace para poder arreglárselas sin mamá, en su entrada a la pubertad. Que el niño no moleste o moleste lo menos posible, en el lapso de tiempo más breve posible, constituye un ideal incentivado por el erróneo prejuicio de que las terapias analíticas se prolongan indefinidamente, alentado a su vez por todas aquellas políticas de salud que tienden progresivamente a restringir los plazos de atención en las instituciones públicas. Con los tiempos que corren, la ilusión de la panacea ha alcanzado también a nuestros niños, de la mano de padres entrenados bajo presión a responder puntualmente a las demandas de sus hijos ... para que no molesten ... con la adquisición de esa infinidad de juguetitos cada vez más exóticos, que se ofrece al consumo de un mercado especialmente diseñado a su medida.
Los psicofármacos de última generación forman parte de esta oferta lanzada al consumo masivo del mercado infantil, incentivada por el expreso pedido de los padres que, influidos a su vez por los medios que publicitan la «eficacia» de los psicofármacos, introducen incautamente a sus hijos en la vías de una adicción, ante la que la misma sociedad se escandaliza.
Contexto que tiende a entorpecer la capacidad de interrogación de los padres, en torno a lo que aparece designado como sintomático en sus hijos.
Doble silenciamiento. Por una parte, del niño, si la consulta se agota en la administración de pastillas que, contrariamente a la aversión parental por los tiempos de límite impreciso del psicoanálisis, suelen prescribirse por tiempo ilimitado. Es sabido que la interrupción de la medicación vuelve las cosas a fojas cero. Un ejemplo reciente es el descubrimiento de la falta de una hormona antidiurética en las llamadas enuresis secundarias (generalmente nocturnas), cuyo suministro artificial espesa la orina, impidiendo su producción por el riñón y, por ende, la micción durante la noche. La que reaparece desde el momento en que se suspende la administración de dicha hormona. ¿Qué alegan los devotos de la causalidad biologista ante los frecuentes casos de enuresis que remiten en las primeras entrevistas de los padres con el psicoanalista?
Silenciamiento también del lado de los padres, a los que el recurso biológico permite permanecer en una posición de no saber, respecto de todo aquello que atañe a su propia responsabilidad.
Si apelar a una medicación en el devenir de un análisis da cuenta de una decisión compartida entre el analista y el analizante para dar curso a la palabra, cuando se trata de un niño, el deslizamiento que tiende a jerarquizar el padecimiento de los padres se hace evidente al medicarlo. El riesgo, más allá de la cronificación del remedio como respuesta, consiste en apuntar a una modificación de la conducta del sujeto infantil --que los farmacólogos esgrimen como inherente a la medicación--, en lugar de contribuir al despliegue en una escena articulada de la respuesta que el síntoma vehiculiza del lado del niño, relanzando el discurso del lado de los padres.
Curiosamente, estos mismos psiquiatras suelen proponer de modo concomitante con la medicación, un tratamiento psicoterapéutico, la mayoría de las veces de corte comportamentalista. Cabría preguntarse, entonces, si es efectivamente la acción del psicofármaco lo que conduce la cura a buen término.
En una conferencia reciente, un especialista en psicofarmacología no dudaba en atribuir la dirección de la cura a lo que él llamaba las terapias de base psicológica, entendiendo por dirección el hecho de contribuir a modificar las causales que generaron el trastorno psicopatológico, atribuyendo a la terapia de base farmacológica la propiedad de la cura, es decir, la modificación del signo y los síntomas del trastorno.
Retomando la posición de los farmacólogos, ¿no habría que interrogar la responsabilidad que les cabe a muchos de aquéllos que, diciéndose analistas, no vacilan en precipitarse en la prescripción medicamentosa, en la ilusión de una conjunción sin contradicciones de lo que en los hospitales suele denominarse distintas modalidades de abordaje del síntoma, así como en la promesa de un porvenir radiante. Pensemos en la multiplicidad de enfoques que cohabitan en nuestros servicios de psicopatología infanto-juvenil: perspectivas grupales, familiares, vinculares, sistémicas, psicoanalíticas, con la inclusión creciente de psicofármacos. El empleo de la medicación en el curso de un tratamiento analítico obedece a una concepción que reconoce la responsabilidad de cada cual respecto del propio sufrimiento, noción que ubica necesariamente al sujeto y su demanda. Lo que nos instala en una dimensión ética y nos confronta con una pregunta acerca de si la ética del psicoanálisis es una, o vacila cuando el analizante en cuestión es un niño.
Es responsabilidad del analista descontarse de la serie en la que se ubican los padres, en su desazón, la escuela, y el discurso médico en general, que se atiene a una descripción psiquiátrica del síntoma. El apartado «Trastornos de la niñez y adolescencia» del DSM IV, constituye un magnífico ejemplo de descripción de los fenómenos comportamentales agrupados en una clasificación general, que desconoce sistemáticamente el valor del síntoma como respuesta del niño en tanto sujeto, al Otro encarnado en los padres. La lectura fenomenológica que promueve, entraña el riesgo concreto de acceder linealmente a la demanda del Otro, achatándola sobre el plano de la necesidad, al administrar una pastilla concebida como salvadora; y de situar al analista exactamente en la perspectiva contraria a la que reconoce al síntoma como una respuesta articulada del sujeto, que incluye una vertiente a descifrar respecto del lugar del niño en el Otro --vertiente metafórica del juego-- y una vertiente atinente al goce que queda por fuera de la representación. Lo que del lado del niño aparece como demanda al Otro en un tratamiento, es justamente aquello que, por quedar retenido en el campo parental, no le retorna bajo la forma de un «¡juega!», determinando las dificultades del niño para ponerse en juego, y que son las que el análisis debe contribuir a desanudar.
En la infancia, de manera paradigmática y como en ningún otro período de la vida, el padecimiento y la angustia del sujeto se articulan en una relación evidente con el Otro encarnado. El niño es el bueno o el malo para mamá o papá, con las consecuencias que dicho posicionamiento puede acarrearle respecto del amor de los mismos. Que el sujeto pueda reubicarse a cierta distancia del Otro, en un movimiento que favorece el despliegue de sus identificaciones a las significaciones fálicas, será la contribución de un análisis al desarrollo de esa infancia.
La angustia está al servicio de la elaboración de la neurosis infantil, permitiéndole al sujeto descontarse del lugar de objeto que fue en el fantasma materno para orientarse como sujeto en la vía de su propio deseo. El analista de niños acompaña el decurso de la neurosis infantil, no interviene sobre ella. La introducción de una medicación en esta perspectiva operaría contrariamente como un cortocircuito en un proceso, petrificando al sujeto infantil en una posición de sujeción al servicio de la voluntad de goce del Otro parental.
Una posición ética nos obliga a calcular el efecto de esas intervenciones en el devenir de cada uno de los chicos que se medica, así como, más ampliamente, en el devenir previsible del cuerpo social. Más allá de los efectos aún desconocidos que pudiera provocar la administración prolongada de estos psicofármacos en los niños (se aceptan ya muchos efectos adversos del empleo de la fluoxetina en los adultos), una vez eliminado el síntoma neurótico, coartada la posibilidad de promover los enlaces simbólicos que marcan la relación al Otro, lo que queda del lado del sujeto es la escenificación perversa.
No podría sorprendernos entonces encontrar, a cada paso, niños como el que ilustra la noticia periodística que daba cuenta de un chiquito de seis años que apalea en Estados Unidos a un bebé de meses, en venganza contra lo que experimentaba como el desprecio de los adultos, en un intento de hacer activo lo que sufría pasivamente, es decir, los apaleos en la cabeza que le propinaba su mamá. Llevado ante el Juez, en la sala de audiencias, se abraza a sus abuelos, desconociendo curiosamente la presencia de su madre que se encontraba allí. Otro del goce absoluto, mal entendedor, espectador fallido para el que montó su escena de terror.
Silvina Gamsie. Psicoanalista de Niños. ExCoordinadora del Area de Interconsulta del Hospital de Niños Ricardo Gutiérrez. Supervisora clínica de niños en los hospitales R. Gutiérrez, Fiorito, Cesac Nº 8, y Htal. Alvarez
Publicado en la revista «Psicoanálisis y el Hospital - Publicación semestral de practicantes en Instituciones Hospitalarias» Nº 9 “Psiquiatría y psicoanálisis”, Buenos Aires, Junio 1996, pp. 62/65.
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