Dos grandes cuestiones le confieren a la sumisión una notable relevancia. Por una parte, las llamadas servidumbres del yo en relación a las exigencias del ello, los imperativos del superyó y las limitaciones que impone la realidad, que le conceden al yo el lugar de un vasallo que atiende solícitamente a tres amos con intereses encontrados entre sí.
El yo, concluye abreviadamente Freud, no es siquiera el dueño de su propia casa. En segundo lugar, los diversos textos en los que aborda el tema del masoquismo, el placer en el dolor, el erotismo de la humillación, que llevan a Freud a reformular el funcionamiento y los alcances de los principios del suceder psíquico. El asunto adquiere una innegable actualidad en la medida en que, como puede leerse en la casi totalidad de los trabajos de psicoanálisis aquí reunidos, intersecta una dimensión propiamente política, el tema del poder, el de la opresión y el hori zonte de una eventual emancipación, abriendo paso a una necesaria interlocución entre ambos campos. Aunque ella augure perspectivas diversas y una pluralidad de modos de aproximación diferentes.
Retendremos dos referencias que resultan casi directamente de las observacio nes freudianas. Si el yo encuentra en el espejismo del narcisismo el espacio donde afirmar su autocomplaciente autonomía, lo hace al precio de ignorar la variedad y la divergencia de sus distintas subordinaciones. El yo freudiano emerge así como un sujeto dividido que presentifica la contracara del ideal de un individuo librado a las condiciones de su propio arbitrio. Lo que tiene una consecuencia política inme diata, al socavar el fundamento utópico sobre el que reposa la autopercepción de las sociedades que se proclaman liberales: la potestad individual, la independencia del criterio personal, el libre albedrío.
Las observaciones freudianas sobre el masoquismo arrojan, por su parte, no po ca luz sobre el enigma de la servidumbre voluntaria que ha interesado a la filosofía política desde el siglo XVI, y que Étienne de la Boétie ha formulado magistralmente a la edad de dieciocho años: «Resulta increíble ver cómo el pueblo una vez que se encuentra sometido, cae frecuentemente en un olvido tan profundo de su libertad que le resulta imposible despertar para reconquistarla. Sirve tan bien y tan volunta riamente que se diría que no sólo ha perdido su libertad, sino que ha ganado su servidumbre». O, como lo formularan Deleuze y Guatari: «Lo sorprendente es que los hambrientos no roben siempre y que los explotados no estén siempre en huelga. ¿Por qué los hombres soportan desde siglos la explotación, la humillación, la es clavitud, hasta el punto de quererlas no sólo para los demás, sino también para sí mismos?».
La dicha contemporánea en la sumisión encuentra seguramente una clave en el ejercicio normativo de los ideales de éxito y en el circuito de retroalimentación del superyó, propios del capitalismo tardío. Arrojado a su suerte en soledad, el indivi duo neoliberal es siempre responsable de sus fracasos y culpable de su malestar. A mayor fracaso, mayor culpabilidad. Lo que da todo su alcance al paradójico imperativo con el que Lacan caracteriza la coacción superyoica: «¡Goza!». No es de extrañar entonces la preferencia contemporánea por las terapias cognitivo comporta mentales, en las que el síntoma es capturado en términos de un trastorno que contraviene la lógica del rendimiento y la autogestión personal. La interrogación psicoanalítica por la verdad del síntoma y por lo real de su satisfacción pulsional, quebranta esa racionalidad al introducir necesariamente una pregunta por el deseo que se pone ineludiblemente en juego en esa verdad y en esa satisfacción.
Parte de la Editorial N°55 de Psicoanálisis y el Hospital, por Mario Pujó