Entrevistas

21 DE MAYO DE 2014 | EDUCACIÓN Y SOCIEDAD

¿Qué hace a una escuela, escuela?

El papel de la educación en general ha ido cambiando. La escuela en esta época ocupa otros lugares y saberes. Reflexiones del Doctor en Educación Nicolás Arata, especialista en el tema.

Por Lic. Carolina Duek
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-¿Cuál es la situación actual de la educación en Argentina, hoy?

-Es una pregunta general que invita a realizar diferentes balances. Un primer acercamiento impone una revisión de la época que transitamos. Pero, ¿qué define una época?, ¿cuándo empezamos a contar?, ¿cuándo nos detenemos? Pocas cosas son tan complicadas como los principios y los finales. La unidad de tiempo sobre la que se realiza un balance no es un dato objetivo: es nuestra primera y acaso más definitiva decisión. Por otra parte, hay quienes creen que mirar hacia atrás y hacer balances históricos es como tener en la mano ajados billetes o monedas corroídas, dinero que sólo pueden comprar las cosas de antes. Carecen de utilidad, aquí y ahora. Por el contrario, creo y trato de practicar una reflexión histórica que oriente su hacer a proveer de información para un debate posible.

Una década es una unidad de medida tan buena como la mejor. Una mirada rápida a los últimos 10 años de educación en Argentina devuelve algunos datos que se traducen en logros concretos. Un aspecto auspicioso es la decisión de incrementar el PBI destinado a educación (6.5%); el impulso dado a la construcción de edificios escolares, o la inauguración de nuevas universidades son medidas que merecen celebrarse; la apuesta por incorporar nuevas tecnologías al aula a través de políticas masivas de difusión de TICs es otro acierto; el desarrollo de una concepción de la educación que no se acaba en la escuela y que se traduce en el fortalecimiento de otras instancias de alfabetización destinadas a jóvenes y adultos, también es un aspecto que debe ser valorado. Igualmente intensas han sido las acciones impulsadas desde diferentes sectores de la sociedad civil desde finales del siglo pasado: el surgimiento de los bachilleratos populares; la creación de la universidad trashumante; la creación del primer bachillerato transgénero, entre muchas otras.

Esta no es, ni de lejos, una visión de conjunto. Listo sólo algunas de las referencias que considero centrales a la hora de evaluar el lugar de la educación en una sociedad. No hay en este breve recuento un afán celebratorio sino una adhesión a políticas que se inscriben en un horizonte de mayor inclusión social. Aprovecho para recomendar un trabajo realizado por Leandro Bottinelli sobre los últimos 30 años de educación en la Argentina, publicado por la UNIPE y que puede descargarse de su página. Bottinelli presenta con mucha claridad una serie de datos sobre indicadores centrales relacionados con la escolaridad (analfabetismo, cantidad de edificios escolares, inversión en educación, etc.) contrastando el período de transición democrática y el que estamos atravesando en la actualidad.

Por supuesto que también hay muchos datos inquietantes: los niveles de violencia que se registran en las escuelas, el deterioro institucional afecta; por otro lado los efectos de estas políticas no siempre logran los objetivos esperados. Introducir una tecnología en el aula no produce –por si sola- cambios significativos en el aprendizaje. Hay que construir puentes entre las estrategias de enseñanza que dominan los maestros y profesores, las tecnologías que ya estaban disponibles en la escuela (el pizarrón o los libros de texto, por ejemplo) y las TICs. Dicho de otro modo, si los formatos de enseñanza no se “conmueven” frente a la irrupción de una tecnología, entonces las medidas políticas se evaporarán no irán más allá de las buenas intenciones.

Luego, hay temas que generan debates. Y está bien que sea así. La enseñanza del pasado reciente argentino, o la organización política de los estudiantes secundarios, por ejemplo. Lo que deberíamos revisar son los modelos de discusión, las fórmulas de debate, la inscripción en un campo donde disentir no conduzca a posturas irreconciliables.

-¿Cuál es el rol de la escuela en la educación?
-El papel de la educación ha ido cambiando con el tiempo. Parece una afirmación de perogrullo, pero creo que es importante mencionarlo. Qué hace escuela a una escuela es una pregunta que me ronda desde hace un tiempo: ¿es el edificio?, ¿es lo que allí se enseña?, ¿es una serie de rituales por los cuales un grupo de niños son preparados para desempeñarse como ciudadanos?

Durante mucho tiempo se postuló que la historia de la educación en nuestro país había seguido un itinerario ascendente, pasando de tener una menor a una mayor educación para todos; de mejorar paulatinamente las propuestas de enseñanza, de reemplazar a los maestros improvisados por otros muñidos de métodos modernos aprendidos en las canteras de las escuelas normales. Esta concepción teleológica sobre el desenvolvimiento histórico permeó muchas de las opiniones sobre el devenir de la escuela argentina, organizando un frente a frente dialéctico entre las fuerzas tradicionales –ligadas a herencias que se remontaban hasta la etapa colonial y constituían el símbolo del atraso- y los impulsos modernos –fuertemente asociados con la tradición liberal y los modelos educativos extranjeros, inefables motores del progreso-.

A propósito del rol de la escuela, creo que estamos poco a poco desordenando ese relato, optando por ver encrucijadas donde antes se veían avances y retrocesos. Episodios que pueden ser datados históricamente condensan un cúmulo de propuestas que están disponibles para intervenir sobre la cultura de una época; momentos en los no sólo se ponen en juego respuestas a las coyunturas del presente, sino intervenciones en las que también operan visiones del pasado y proyecciones sobre el futuro diferentes. Quiero decir: cuando estamos definiendo si la escuela cumple o no su función, estamos recuperando imágenes de la escuela del pasado (la que experimentamos, la que nos transmitieron nuestros padres, etc.) y proyectando como creemos que debería ser.

Dicho de otro modo, una lectura del pasado debe sostenerse en el convencimiento de que no hubo una sola línea de modernización que se desplegó en la Argentina de principios de siglo. La escuela que recibimos no es el resultado de un proceso inevitable. Existieron múltiples líneas de modernización que pensaron el perfil de una escuela distinta. Muchas de esas concepciones se estrellaron prematuramente contra las fuerzas tradicionalistas que anidaban dentro de una sociedad no siempre predispuesta a dar la bienvenida a las novedades del tiempo.

Las sociedades también van tallando el perfil de la escuela en la medida que se espera que esta aporte al desarrollo de las naciones. La filósofa norteamericana Martha Nussbaum señala que se están produciendo reformas drásticas en aquello que las sociedades democráticas enseñan a sus jóvenes. Estas transformaciones -orientadas a reducir sustancialmente los programas de las carreras relacionadas con las artes y las humanidades- responden a un cambio de paradigma en la idea misma de desarrollo. ¿Qué significa el progreso para una nación? –se pregunta-; progresar es incrementar el producto bruto interno per cápita. Para los impulsores de estas reformas educativas, una nación próspera es aquella que logra rediseñar su programa educativo, formando a sus jóvenes en capacidades utilitarias y prácticas para la futura obtención de renta. La reforma podría implicar que se renuncie a la formación del pensamiento crítico, creativo y reflexivo, corriendo el riesgo de asentar las bases de una sociedad próspera pero antidemocrática.

-¿Qué implica enseñar?
-Hay muchas definiciones disponibles. Por lo general, las respuestas están asociadas con una escena que se trama en el aula, a través del encuentro entre maestros y alumnos, entre estudiantes y profesores, en el intercambio de conocimientos, en la puesta en acto de un contrato pedagógico y social a través del cual las generaciones adultas transmiten una porción del legado cultural a los jóvenes.

Me gustaría enfocar el problema desde el anverso de esa trama, poniendo la atención en el momento en que los docentes hacemos una pausa y anticipamos esa escena, la imaginamos y de algún modo, la “preparamos”.

En primer lugar, elaborar una clase puede interpretarse como un acto ritual. En solitario o acompañados, escogemos un lugar; puede ser uno cuya materialidad fue concebida para ello (el silencio amistoso y hospitalario de una biblioteca) o tal vez uno que se ajuste al tiempo con que contamos y con los recursos que tenemos a mano (convirtiendo la mesa del living en improvisado escritorio); mientras circula el mate o nos hace compañía una buena taza de café, desplegamos los materiales sobre la mesa o los observamos en el monitor. En ocasiones, comenzamos por situar el tema dentro de la planificación, estableciendo relaciones entre las unidades, revisando los objetivos fijados o esbozando nuevos interrogantes. También podemos iniciar nuestra tarea preguntándonos las razones por las cuáles hay que enseñar determinados contenidos y no otros. Esta reflexión parte de reconocer que el curriculum es la región de un continente mucho más amplio –la cultura- cuyos límites deben ser revisados o puestos en cuestión permanentemente. Otras veces, iniciamos nuestro trabajo evocando una actividad sobre el tema que nos ubica de un modo distinto frente a la tarea. En este caso, nos interesa la propuesta de trabajo en su singularidad: ¿qué hacía de la clase evocada, una buena clase>?

La tarea que implica preparar una clase también puede ser experimentada como un momento privilegiado de estudio. Se trata de un tiempo en el que nuestros conocimientos, las inquietudes que nos despierta el tema, lo que ya sabemos y lo que aprendemos durante su desarrollo, la tensión entre lo que la planificación prescribe enseñar y lo que nos interesa transmitir, convergen y requieren ser resueltos. En este sentido, preparar una clase no sólo exige imaginar un recorrido didáctico; también requiere ser capaces de sintetizar ideas y adecuarlas a las posibilidades del salón de clases; imaginar cómo la propuesta de enseñanza puede encender el interés de nuestros alumnos y alumnas, o bien agitar la curiosidad para explorar núcleos temáticos nuevos (en particular, aquellos que se desprenden de las experiencias vividas por niños, niñas y jóvenes y que hacen de la educación –como señalaba John Dewey- “una constante reorganización o reconstrucción de la experiencia.”)

Finalmente, la organización de una clase está estrechamente vinculada a nuestra capacidad de experimentar. Es decir, de desordenar el archivo cultural recibido y dejar en suspenso las herencias, de hacer que las palabras heredadas -como sugería Jacques Derrida- “vayan a parar a otro sitio, que respiren de otra manera”. Se trata de asumir este desafío como condición para proponer y ensayar caminos nuevos relacionados con la enseñanza y, más aún, de estructurar esos cambios en el tiempo. De ahí que preparar una clase pueda ser comprendido también como una práctica en la que se sitúa el surgimiento de la teoría.


Nicolás Arata. Doctor en Educación de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA). Candidato a doctor en Ciencias del Departamento de Investigaciones Educativas (CINVESTAV). Magister en Ciencias Sociales con orientación en Educación (FLACSO). Licenciado en Ciencias de la Educación (UBA). Docente de la cátedra de Historia de la Educación Argentina y Latinoamericana (Facultad de Filosofía y Letras, UBA. Coautor de Pedagogía y Revolución. Carlos Vergara, escritos escogidos (UNIPE, 2012) y de La trama común. Memorias sobre la carrera de ciencias de la educación (FFyL, 2009).

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