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24 DE AGOSTO DE 2015 | RELACIÓN MADRE HIJO

El “estrago” materno, o el reproche infinito

"Estragar significa en castellano, siguiendo su antecedente latino, “devastar”, “asolar”. El estrago al que nos referiremos no es necesariamente el de una lucha directa entre dos seres, aunque bien pueda serlo, y haya una que no lo sepa. No es necesario tampoco que esa guerra haya sucedido para que el estrago sea una consecuencia del hecho que madre e hija hayan coexistido."

Por Héctor Yankelevich
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La palabra “estrago” es el de una derrota militar en la guerra, seguida por matanza de civiles, como para que la derrota quede grabada en la memoria de las generaciones. Estragar significa en castellano, siguiendo su antecedente latino, “devastar”, “asolar”. El estrago al que nos referiremos no es necesariamente el de una lucha directa entre dos seres, aunque bien pueda serlo, y haya una que no lo sepa. No es necesario tampoco que esa guerra haya sucedido para que el estrago sea una consecuencia del hecho que madre e hija hayan coexistido.

Es un término extremadamente fuerte para significar esta relación; sin embargo, a pesar de ello, no es contradictorio con lo que nos relatan mujeres de toda edad en los análisis, acerca de sus madres, ni tampoco, probablemente, con lo que también estas últimas dijeron, o dirían, en circunstancias similares. Lo que no debería quitar, de ningún modo, ni el peso ni el sentido de lo que cada una refiere.

Un analista estrictamente freudiano remitiría, finalmente, esta identidad tan marcada en medio de tal multiplicidad de casos a la falta fálica y a su demanda, y podría fácilmente admitir, para suavizar la radicalidad de Freud, una máxima de inspiración lacaniana: “que lo es aunque no lo tenga”.

Nosotros, de nuestro lado, nos inclinaríamos a pensar que esta (in)ecuación entre “ser” y “tener” dista de ser satisfactoria, esto es, no pacifica, sino que replantea de manera aguda las condiciones y las modalidades del tener cuando también se lo es. Porque son más frágiles, ya que el “ser” remite inmediatamente a su propia falta. La feminidad “como mascarada”, esto es, la identificación al falo es sospechosa aún para las que pueden realizarla de modo exitoso. El “serlo” permite, mientras funciona, obtenerlo de todos y cada uno. Uno de los problemas es que este triunfo puede dificultar el obtenerlo de un nombre que lo corone, en el sentido de apaciguar el llamado acuciante a “tener”. Sin esa prueba, y aún con ella, el “ser” puede resquebrajarse fácilmente. Ya que para el ser, nada puede darle su medida, y, retornándose sobre sí mismo, se convierte en la medida de todas las cosas, en las que se incluye su equivalente universal: la nada. Este es un saber de la escena analítica, no es congruente con el espectáculo del mundo ni visible en él.

El paso que dio Lacan respecto de Freud fue de considerar que, cuando la castración es una paradoja, sólo el amor castra, esto es, hace desear. Lo que se cuidó muy bien de decir, ya que esbozado en otro lado, es que ser amada y amar no tienen jamás la misma significación, ni las mismas consecuencias.


La distinción “mujer”/”madre”, al no tener status inconsciente, es difícil de reconocer y adquirir para el sujeto del Inconsciente. Aquí nos detendremos brevemente sobre un sujeto cuyo ‘yo’ sabe desde muy temprano cuál es su sexo anatómico. Aunque éste sólo sea una de las premisas, y sólo una, pero no cualquiera, de su autorización de sexo.

La producción de significación fálica, que otorga la erección del cuerpo, la incorporación de la voz, el placer de ser mirada, es, para la niña, un don materno. La reconstrucción de la historia infantil que se debe hacer en todo análisis pasa por un estrecho sendero: reconocer si esta significación fue otorgada realmente como un don, como algo de lo que la madre no se nutre, narcisísticamente, sólo para sí – o sólo un tiempo, pero no eternamente – del brillo en la imagen del otro. Otra posibilidad sería que lo da sólo con la expectativa de crear algo que ella no fue. O bien – la oposición es pertinente–, puede suceder que la significación del amor haya estado siempre teñida por el resentimiento de la identidad entre ellas dos.

Estas distinciones darán la gama y los matices del color de una vida, ya que es difícil que la elección de hombre no se haga según ese primer goce, aunque su escritura lógica se efectúe con distintos operadores de la lógica proposicional – negación, implicación, cuantificación – que permiten, o no, la modalidad con la que se buscará al hombre que haga excepción, o para quién sea absolutamente necesario ser única.

Tendríamos que recordar que Freud en 1931 volverá críticamente sobre la que había sido su posición central respecto de la castración femenina, que él prescribía como “eine vollgezogene Tatsache” en 1918[Der Untergang des Öedipus complexes, Studienausgabe, Tomo V, p. 250. Le Déclin du Complexe d’Œdipe, La Vie sexuelle, PUF, 1973, pp. 113-116], como un acto consumado, que le permitía a la niña comenzar su complejo de Edipo. En el trabajo posterior, La Sexualidad Femenina [Studienausgabe, Tomo V, p. 276. La Vie sexuelle, ibidem, pp.139-155.] reconoce que “era necesario admitir la posibilidad que un cierto número de seres femeninos queden fijados (steckenbleibt) a su lazo originario con la madre y no logren nunca corregir el rumbo (richtigen Wende) y brindarlo al hombre (zum Manne bringt). Este cambio de rumbo operado por Freud –inmenso por sus consecuencias – permite pensar que la castración femenina es paradojal, y que aún el amor por el padre no permite olvidar el libro de cuentas que se escribe con la madre, como así tampoco impedir que el encuentro con el hombre – con quien se tendrá hijos – reproduzca, en parte al menos, pero fundamentalmente, la relación a ella.


Para un lector de Freud que haya pasado por Lacan surge, es cierto, la impresión de que el primero atribuye todos los reproches a la niña y no le otorga crédito alguno en cuanto a la verdad de lo que pueda decir respecto de la madre. Lo que habría que agregar es que lo que se atribuye a la madre, lejos de ser falso o exagerado, corresponde a la niña que permanece, realmente, en la madre. Una niña que puede o no hacer la distinción entre sus juegos infantiles con las muñecas, y los cuidados y exigencias que ahora son los suyos con sus hijos.


Sin embargo la sexualidad en juego en la mujer y en la madre no son idénticas, aunque posean en común la misma matriz lógica. La distinción entre feminidad y maternidad se encuentra dentro de los límites de la asunción fálica para cada mujer, pero la modalidad del goce no es la misma en las dos.

Lo propio de la maternidad, en lo que tiene de humanizante, es al amor que lo debe. El amor tiene que ver con el falo, no como significante del goce, sino como significación. Lo que no quiere decir que el goce esté ausente. Esta ausencia como tal, en el cuerpo de la madre, es la condición para que aparezca en el cuerpo del bebé. El goce de la maternidad le vuelve desde el cuerpo del otro, como una invitación al diálogo. La madre no goza de este objeto, el niño/a, goza acerca (about, à propos) de él, anticipando (le) un ser que él no tiene per se. Que debe primero tener, para después perderlo.

En el goce de una mujer no hay nada comparable a la que se juega en sus relaciones al niño. Ya que éste no se limita de modo alguno a ser un representante del falo. Si fuera sólo así, si éste fuera sólo el sustituto del no-tener, la separación con él o con ella se volvería imposible, puntuado solamente por dejarlos caer, ya que aportan un goce insoportable.

La identificación primordial del sujeto hunde sus raíces tanto en el goce-sentido “la joui-sens” del Otro – del que no debe llegarle más que un eco, vago y sordo, del nacimiento de su propia sexualidad – como en el goce mismo de la vida, como el enigma que para una mujer representa su maternidad, ya que ésta hace confluir todos los goces.

Sin embargo, si la metáfora paterna consiste en sustituir el Nombre del Padre al Deseo de la Madre, no es éste – en general –el mismo si se trata de un varón o de una niña. La “x” de ese deseo, que debe transformarse en el significado al sujeto, es más enigmática – la significación incestuosa más velada – para el primero, mientras que para la segunda es más fácil permanecer en continuidad – o más difícil de salir de ella – con el deseo materno. Ya que, generalmente – lo que incluye su excepción – el incesto para ambas es menos significativo. Lo que permite al Nombre del Padre producir un efecto menor en cuanto a la represión. El rol de amor del Padre real es aquí decisivo en cuanto al desenlace.
Es por esto que encontramos, aún en mujeres que han logrado realizar una vida sexual, materna, y profesional suficientemente exitosa, que la referencia a la madre, o bien como identificación, o bien como historia traumática, o ambas, guarda un surplus de reproche y de dolor difícil, cuando no imposible de agotar.

Esta adherencia o continuidad entre el yo ideal y el superyó no conoce diferencias, que se trate de histeria o de neurosis obsesiva.


Tendemos a creer que las dos versiones son ciertas. Tanto la universal – que es inservible para la interpretación – de la demanda fálica, a condición de aplicarla a ambas y no sólo a quien tenemos sobre el diván. No se trata entonces de “reparación” de los daños cometidos, sólo de hacerles perder su sentido sexual, aunque un resto siempre quede. Como la singular de cada historia, rectificada por el recorrido analítico, ya que el analista no sólo reconstruye lo que fue el gran Otro de la analizante, también hace de ese Otro un sujeto, lo cual es uno de los fines de la cura.

Por lo demás, pensamos que cuando Lacan escribe el cuadro de los cuantores de la sexuación, aunque no escriba flechas entre las cuatro posiciones, que le darían el carácter de un recorrido – también son modalidades lógicas –, en su discurso hablado sí lo hace. Que una mujer sea “no toda fálica” no es un destino continuo e inalterable. Cuando es amada y ama, eso le permite desear y estar también bajo la égida de lo universal. Que la feminidad se funde en lo imposible de que nadie la castre, que no haya nadie que diga no a la función fálica, significa no sólo un dolor sin límites, sino también una virtud –sí, virtud – de la que la mayoría de los hombres carece: de poder ponerse, ligeramente, fuera del discurso. Para poder, eventualmente, volver a él con la ventaja de “ver” el trazado de su límite. La imposibilidad de castración es lo que explica que cada hombre y cada hijo puedan, para ella, ser únicos, ya que es la fórmula lógica tanto de la incorporación de la palabra, ya que es un lugar libre de goce fálico, como de la reescritura de lo que aparentemente estaba ya escrito. Si es éste un lugar femenino, y bien, de lo que se trata es que algunos hombres puedan alcanzarlo.

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